Tradúceme.

lunes, 3 de abril de 2017

El espejo de las sirenas.

Decían que estaba loca, y hubo un tiempo en que temí heredar aquella locura, ahora sé, que eso no era lo peor que podía pasarme.
El espejo está en el primer recuerdo que guardo de ella. La niña que era entonces la miraba con curiosidad, sentada delante de aquel fascinante mueble de caoba magníficamente tallado. Una concha de la que parecía que en cualquier momento fuese a surgir Venus, adornaba la parte superior. Y una hermosa caracola a la que daban ganas de pegar la oreja para oír el mar, la inferior. Dos sirenas lo sostenían con gracia sobre el tocador, mostrando sus encantos más femeninos. Hermosos pechos, redondos y de pezones empinados, y largas melenas que se perdían en el mar. Y también su parte mítica, colas enroscadas en las rocas llenas de brillantes escamas. La abuela pasaba las horas muertas contemplando su imagen en él. Solía llevar puesta una de sus muchas batas de seda, siempre con escarpines a juego. Cuando me descubría mirándola, me llamaba sin volver la cabeza, fijando su mirada en la mía a través del espejo. Me acercaba tímida, ella me sentaba sobre sus rodillas y me peinaba. Decía que yo tenía el cabello como las sirenas, que debía adornarlo con perlas y estrellas de mar. Colocaba con cuidado peinecillos, horquillas y alfileres con las cabezas de color, completando mi sofisticado peinado de sirena. Hasta que oíamos como mi madre me llamaba buscándome por todas partes.
— Algún día será tuyo— decía la abuela.
— ¿El espejo de las sirenas abuela?
—Sí, podrás ser quien quieras, quien eres de verdad,  cuando te mires en él. Solo tienes que desearlo. Desearlo con fuerza.
Seguía siendo una niña cuando dejé de verla, cuando su enfermedad me alejo de ella. No sé cuando murió, a los niños no se les informaba de esas cuestiones, solo aprendíamos a vivir con la ausencia de aquellos a quienes habíamos querido.
La vieja casa de la abuela iba a venderse. Mi madre como única heredera llevaba años pensándolo, pero nunca acababa de tomar la decisión. Un comprador venido de lejos, como salido de una película de los años cincuenta, trajeado y con un finísimo bigote, estaba muy interesado en la propiedad. Exquisitamente educado, tenia encandilada a mi madre de tal manera que a punto estuvo de vender también el espejo de las sirenas. Tuve que recurrir a mis pobres dotes de persuasión para convencer a mi madre, y a su galán de cine, de que me dejasen quedármelo.
Hacía años que no entraba en aquella casa, el polvo y los recuerdos de mi niñez salieron a recibirme. La vieja y oscura llave de latón giró en la cerradura como si esta estuviese perfectamente engrasada. En el aire aún parecía flotar, mezclado con el olor a humedad de las habitaciones cerradas, el perfume de la abuela. Jazmines, siempre jazmines, quizá eso explica por qué también es mi favorito, aunque nunca he conseguido que mi piel huela como la de ella. Cerré los ojos, y me dejé llevar por la memoria. La niña que era entonces corría por aquellos largos pasillos, y la abuela me llamaba para merendar.
— ¡Ven aquí niña! — me llamaba.
— ¡Voy corriendo! —contestaba yo
— ¡Si no te das prisas se enfriaran las magdalenas!
Magdalenas, recién hechas, dulces y esponjosas, siempre con chocolate muy espeso.
El recuerdo me hizo sonreír y mi primera visita fue a la cocina. Allí estaba la anticuada cocina de carbón en la que guisaba la abuela. Las sartenes no colgaban ya del techo, estaban colocadas formando una pila dentro de una roída caja de madera. Una espesa capa de suciedad lo cubría todo. Abrí la ventana y la luz hizo aún más desoladora la que en otra época fuese una cálida habitación. En el salón me esperaban los muebles cubiertos con sabanas, blancas mortajas que fui arrancando una a una, devolviendo sillones, sillas, mesas, aparadores, y cuadros a la vida. El sol entraba a raudales por las ventanas de carcomidos dinteles y descascarilladas persianas. Las había abierto correteando de unas a otras, como cuando era niña, en mi afán de reanimar aquel edificio moribundo. En el patio trasero no había más que matojos, enormes hierbajos secos que empezaban de nuevo a brotar con la reciente primavera. La abuela solía mirar las flores desde  la ventana de su habitación, miré hacia arriba como si ella pudiese verme allí abajo. Había vuelto a casa, después de muchísimos años, deje allí a la abuela, a la única persona que sentía que había sido capaz de quererme. Me quería tal y como era, con todas mis rarezas. Subí corriendo las ennegrecidas escaleras de mármol, ensuciándome las manos con el polvoriento pasamano. Abrí con cuidado la puerta, miré a hurtadillas, tímida como en aquel entonces, pero la abuela no estaba sentada delante de su espejo.
La habitación estaba a oscuras. Busqué a tientas el interruptor, pero la lámpara se negó a funcionar. Sabía de memoria donde estaban los muebles. Extendí los brazos para no tropezar en la penumbra, primero la mecedora, después el baúl a los pies de la cama, a la derecha el armario y su lado la ventana. Me costó un poco abrir los postigos de madera y enrollar las decrepitas persianas. Al igual que las del salón aparecían llenas de escamas, como viejas serpientes incapaces de mudar aquella piel de reseco barniz. El sol iluminó con fuerza lo que me rodeaba. Los muebles allí no estaban cubiertos, y el polvo había invadido hasta el último rincón. Mis ojos, una vez acostumbrados a la luz, buscaron rápidamente el espejo de la abuela. Allí estaba, justo donde lo recordaba, en el fondo de la habitación, seguía teniendo un aspecto imponente. El rojo intenso de la caoba se esforzaba por brillar debajo de la espesa capa de polvo que lo tapaba. No lo pensé dos veces y salí a buscar algo para limpiarlo, quería ver si era tal y como lo recordaba.
Bajé y subí las escaleras todo lo deprisa que pude arrastrando tras de mí una polvorienta sábana. Tosía y me faltaba el aire cuando me detuve de nuevo delante del espejo. Quitar el polvo con algo que está lleno de él, no fue tarea fácil. Solo lo conseguí a medias, lo suficiente para ver de nuevo mi imagen reflejada, para mirarme a los ojos en él. El espejo de las sirenas, el que conseguiría que yo fuese, aquella que de verdad quería ser…