La
abuela Dolores no sabía leer ni escribir. Nunca se lo dijo a nadie. A lo largo
de sus muchos años siempre se las arregló para no confesar que era analfabeta.
Dolores
nació en un cortijo a principios del siglo pasado. Fue la pequeña de cinco
hermanas, y su padre, al no tener varones no creyó de utilidad gastar dinero en
un maestro. En aquellos tiempos los había que recorrían los campos, enseñando a
los hombres de la casa a cambio de una comida caliente y algunos reales. Fue
su madre quien le enseñó lo poco que
sabía. Cosas prácticas como a hacer cuentas con los dedos, para que no la
engañaran si la enviaban a comprar algo al pueblo. Era una niña despierta, con
unos preciosos ojos azules y una espesa melena oscura, que su madre recogía en
una apretada trenza. En su casa, como en algunas otras, tenían una Biblia. La
ponían encima de la mesa el día que el cura iba de visita. Por allí iban poco a
misa, sólo había tiempo para trabajar. Pero el sacerdote gustaba de los guisos,
que con la gallina más gorda, preparaba el día de visita la madre de Dolores.
Ella solía mirar el libro curiosa, con sus pastas de cartón y las grandes letras
que un día fueron doradas. Aunque por la mala calidad del ejemplar hacía tiempo
que habían perdido el brillo. Miraba entre sus páginas aquella fila de letras,
pequeñas, apretadas, y se quedaba maravillada cuando el cura leía un párrafo en
voz alta. Siempre preguntaba a su padre que decía aquí o allá, pero éste, que
tampoco era muy ducho con las letras, le daba largas diciéndole “nada que te
interese mocosa, anda a ayudar a tu madre”. En su interior Dolores, se prometía
que algún día... sí, algún día...
Sus
hermanas se fueron casando cuando les fue llegando la edad. Ella lo hizo con
tan sólo diecinueve años. Su marido, Antonio, no era mas que un jornalero que
tenía arrendadas unas tierras cerca de donde vivía Dolores. No disfrutaría
mucho de su vida de recién casada.
Corría
el año 1936 y la Guerra Civil estaba a punto de comenzar. Las noticias que
llegaban de Málaga eran alarmantes, pero al principio nadie temió que todo
aquello llegase hasta aquel lugar en mitad de la Sierra de Ronda. Una noche su
hermana mayor y su cuñado, llamaron a la puerta. Dolores estaba en camisón,
acababa de saber que estaba embarazada y no se encontraba demasiado bien.
Tenían que salir de allí lo antes posible. Los militares habían llegado al
pueblo y se decía que habían fusilado a algunos hombres en la puerta del
cementerio. Dolores oía hablar de “rojos” y “de los nuestros”, pero no sabía
muy bien a que bando pertenecían ellos. Su marido, que el año anterior había
acudido a algunas reuniones de aquellas que eran “cosas de hombres”, se asustó mucho.
Hizo un hatillo con las pocas cosas que tenía, metieron algo de comer en unas
alforjas que Antonio se echó a la espalda, y salieron en mitad de la noche.
Pasaron días caminando. Encontraron a muchos que huían como ellos, los caminos
estaban de llenos de mujeres, niños y ancianos. Los hombres más jóvenes, como
Antonio, se alistaban o eran reclutados a la fuerza. Ella nunca supo que mano
divina los protegió a ella y a su bebe. Sufrieron toda clase de calamidades, el
frío y el hambre fueron sus compañeros de viaje. Siempre guiados por el temor
de los que iban encontrando que les decían “no vayáis por ahí, ayer mataron
niños allí” o cosas como “han violado a las monjas del convento en aquel
pueblo”. Su larga caminata la llevaría hasta tierras de Levante donde nacería
su primer hijo, Miguel. Antonio tuvo que ir a la guerra. Se quedó sola con su
pequeño, en una tierra desconocida y con una gente que no era la suya. Estuvo allí
hasta que Antonio volvió sano y salvo. Ella había algunas de las cartas que él
le envió, pero jamás supo que decía en ellas, ni pudo contestarlas. Las
extraviaría en el largo camino de vuelta a su tierra.
Encontraron
su casa en ruinas, alguien le prendió fuego con todo lo que contenía. Se
instalaron con los padres de Dolores que habían sobrevivido de milagro. Nada se
sabía de sus hermanas ni de sus cuñados. Lo más angustioso fue que para cuando
estalló la guerra Dolores tenía dos sobrinos, de los que tampoco había
noticias. Jamás volverían a saber nada de ninguno de ellos. Sólo chismes y
rumores que contaban las comadres, cuando se reunían en los corrillos del
pueblo.
Después
de Miguel Dolores tuvo cinco hijos más, todas hembras, menos uno, el más
pequeño, que habría llevado el nombre de Antonio pero que nació muerto. Cuando
llegó la edad en que Miguel debía ir al colegio su padre se negó. Lo necesitaba
para arar, sembrar, segar... o lo que en aquel momento se precisara en el
campo. Dolores, insistió en que su hijo, y algo más tarde, todas sus hijas
fueran al colegio. Haciendo ella un sobresfuerzo para suplir con su ayuda la
que no podrían prestar sus hijos. Nunca podían asistir el curso entero y para
ir tenían que caminar varios kilómetros. Pero Dolores sonreía orgullosa cuando
los oía leer. No consintió que abandonaran la escuela hasta no haber aprendido
lo que en aquel entonces podía considerarse suficiente. Leían, escribían,
sumaban, restaban y se defendían con todo lo demás. Sólo Miguel demostró tener
dotes para estudiar, y sólo él, tuvo después uno de aquellos maestros que como
en la época de Dolores recorría los caminos. Miguel era como ella, curioso y
siempre deseando aprender. Antonio no tardó mucho en dejar de pagar al maestro y las clases se
acabaron. Terminando asi con los sueños del muchacho, y con los de su madre, a
la que le habría gustado que su hijo fuese maestro, y así ella, algún día,
también podría aprender.
La
vida no fue fácil para Dolores que enviudó pronto. Antonio no le dejó más que deudas y bocas que
alimentar. Miguel tuvo que ir a trabajar los campos de otro por un mísero
sueldo. Dolores, ayudada por sus hijas, que eran aun pequeñas, llevaba las
pocas tierras que quedaron y no tuvieron
que vender para pagar el entierro.
Unos pocos años más tarde también tendrían que
deshacerse de la casa, que había sido de sus padres, para marcharse a vivir al pueblo. Dolores no
se achicaba con facilidad. Quizás no pudiera poner su firma en un papel, y se
avergonzaba de ello, pero haría lo que fuese por sus hijos. Trabajó día y noche
sin descanso. Miguel la ayudaba con un poco de dinero que nunca era suficiente.
Sus hijas crecieron y poco a poco comenzaron a hacer sus propias vidas. Ella
siempre las animó a luchar por sus sueños y a que escogieran su camino. Además
de Miguel, sólo Isabel, la más pequeña seguía viviendo con ella.
A mediados de los
sesenta Miguel se marchó a Francia. Le hablaron de que allí podía ganarse bien
la vida, ahorrar para comprar unas tierras y volver a trabajar en el campo,
pero esta vez siendo el amo. Sólo serían unos años, eso le dijo a su madre. Una
mañana de Enero Dolores acompañó a su primogénito a la estación. Era la primera
vez que “su niño” que ya tenía más de treinta años, no dormiría bajo su techo.
Se marchó con la promesa de escribir cada semana para contar a su madre como le
iban las cosas. Durante dos años, cumplió su promesa. Dolores recibía las
cartas, las abría, recorría con la yema de los dedos aquellas letras que le
escribía su hijo, y por un instante, era como tenerlo de nuevo en casa
Un
día las cartas dejaron de llegar. El instinto de madre le dijo que algo no
estaba bien. Fue en busca de las familias de los que se marcharon con él, pero
nadie sabía nada. Algunos le dijeron que no se preocupara, quizás tenía una
novia y eso le había hecho perder el contacto. Pero ella sabía que “su niño” no
le faltaría a una promesa así porque sí. Sin saber que hacer se fue al
Ayuntamiento, alguien habría allí que pudiera hacer algo. Y como en todas
partes hay gente buena, hubo quien la escuchó. Pedro, un secretario que acabaría casándose con su
hija pequeña, Isabel. El muchacho, consiguió hablar por teléfono con el
consulado de Francia en Madrid. Allí, y con los pocos datos que Dolores les
facilitó, prometieron averiguar que sucedía con Miguel.
Un
mes más tarde, Pedro recibió una carta en el Ayuntamiento. Estaba en francés y
tuvieron que recurrir a uno de los pocos profesores que de esa lengua había en
el pueblo.
Las noticias no podían
ser peores, Miguel había muerto meses atrás. Al parecer el joven enfermó, y lo
que en un principio parecía un simple resfriado se había ido complicando hasta
ser una neumonía que resulto mortal. Al parecer escribió a su madre hasta el
último instante. En una de sus misivas le pedía que fuese a verlo porque temía
no recuperarse. Esto lo supieron por un médico, hijo de españoles, que aunque
prometió avisar a su madre si le pasaba algo dijo “sentir mucho haber olvidado
el caso”, y pedía perdón en la carta.
Dolores
corrió a su casa llorando sin consuelo. Sacó del cajón donde las guardaba todas
las cartas de su hijo. Repasó las últimas y vio que las letras eran más endebles,
como si le fallara el pulso. La preciosa letra de su hijo quiso decirle algo y
ella... no supo leerlo.
“Su
niño” había muerto solo en un país extranjero, rodeado de extraños, sin el
calor ni el consuelo de su madre. Nadie había acudido a su entierro y nadie
llevaba flores a su tumba. Dolores, desgarrada por el dolor de su perdida, no
encontraba alivio. Pedro y algunos otros, reunieron el dinero suficiente para
que fuese a ver por última vez a su hijo, Isabel la acompañaría.
Dolores
apenas recordaría nada de lo que vio en aquel viaje. Ni los campos verdes, ni
los hermosos paisajes que recorrió. Sólo pensaba en ver a su hijo, aunque lo
único que vería sería una lápida. No era más que un rectángulo de piedra gris,
con una inscripción que su hija Isabel leyó. “Miguel González Pérez, 33 años”.
Recorrió una y otra vez con la yema de los dedos las letras que componían el
nombre de su hijo, tal y como solía hacer con las cartas. Entre lágrimas le
pidió perdón una y mil veces por no acudir en su ayuda, por no saber ver, por
no saber leer. Nada ni nadie podía consolarla, ninguna madre debía sobrevivir a
un su hijo, repetía cuando alguien intentaba darle ánimos.
Dolores
se vistió de negro cuando murió su hijo, y nunca más se quitó el luto. Un luto
y un recuerdo que la acompañó a
todos los acontecimientos que se
fueron sucediendo en la gran familia que había formado. Las bodas de sus hijas,
los bautizos de sus nietos, las primeras comuniones... y siempre decía “a Miguel le habría gustado
mucho ver esto”.
Pasaba el tiempo en su casa, envejeciendo, su
hermosa melena negra se tornó blanca como la nieve, se recogía el pelo en un
moño que cada día era más pequeño. Sus hermosos ojos azules se rodearon de un
sin fin de diminutas arrugas. Sentía que ya nadie la necesitaba, había luchado
mucho, trabajado hasta quedarse sin fuerzas, ahora ya no la necesitaban. Pero
aún le quedaban algunas cosas pendientes...
Hace cosa de un año la abuela Dolores, con sus
casi noventa años, estaba escuchando la radio. Y para mi sorpresa dijo:
-
Niña, mañana me acompañas a la Casa de la Cultura, que dicen que van a dar
clases para los mayores. Tú ven conmigo por si hay que rellenar algún papel,
que ya sabes que veo poco.
No
le dije ni que si, ni que no, pensando que al día siguiente no se acordaría. Pero
por la mañana bien temprano la abuela Dolores estaba esperándome, con el moño
más apretado que nunca y la toquilla nueva que le había regalado para su santo.
Caminó
por la calle cogida de mi brazo como hacía siempre, con paso lento pero seguro.
Era una mujer fuerte a pesar de los achaques propios de su edad. Y aunque
estaba “muy gastada” como ella misma decía, aquella mañana se había levantado con unos ánimos totalmente
nuevos.
Rellené
los impresos y en una semana, la abuela Dolores comenzaba sus clases. Fue una
alumna aplicada que usó las cartillas que yo tenía guardadas de cuando iba a
párvulos. En pocos meses leía sus primeras frases y escribía, despacio, y
esforzándose por hacer una bonita letra. Al terminar el curso, la profesora
quiso que leyera un libro. Algo sencillo, nada complicado dado su edad y sus,
en realidad, pocos conocimientos de lectura. Fui a recogerla para acompañarla a
casa y estaba manteniendo esta conversación con su maestra.
-
Bien Dolores, espero tenerla aquí el curso que viene. Me gustaría que leyese
algo en las vacaciones, quizás alguno de los libros que hemos comenzado en
clase y...
-
No hace falta señorita- dijo la abuela Dolores interrumpiéndola- si no me he
muerto vendré, tengo mucho que aprender y llevo un poco de retraso. En cuanto a
la lectura, tengo en casa algo que llevo muchos años queriendo leer, tengo para
todo el verano. Son dos años de una vida que un día me perdí.
Todas
las mañanas la abuela Dolores se sentaba junto a la ventana donde el sol
iluminaba con fuerza. Iba sacando de una vieja lata de galletas unas cartas
amarillentas. Desdoblaba el papel con cuidado y repasaba las letras una a una
con las yemas de los dedos, pero esta vez, sabiendo lo que decían. Leía despacio,
la bonita letra de Miguel. Cuando no conocía alguna palabra me llamaba para que
se lo aclarase. Lo que más le gustaba era leerme en voz alta algún párrafo.
Solía mirarla sin que se diese cuenta, sonreía y lloraba casi a la vez.
Después, a lo largo del día, me hablaba con detalle, de lo que aquel día le
había contado Miguel.
Decía
que ya podía morirse tranquila, que su hijo le pedía en una de sus cartas, que
fuese a verlo, que se moría sin verla otra vez. Se lamentaba de su tardanza en
aprender a leer, de niña no pudo, y cuando fue una mujer no se permitió del
lujo de dejar de trabajar un instante, todo su tiempo fue para su familia y
nada para ella.
Murió
a finales de verano, en las mismas fechas que el tío Miguel. La encontré
sentada junto a la ventana con su última carta en la mano, y el rostro bañado
en las lágrimas que de nuevo no pudo contener.
Cuando
visito su tumba, recorro con la yema de los dedos su nombre, como ella hacía
con las palabras de su hijo. Y puedo sentir que de nuevo pasea de mi brazo
camino del colegio, para cumplir por fin uno de sus sueños. Sé lo mucho que la
abuela Dolores disfrutaría leyendo estas palabras, aunque llorase como yo al
llegar a este punto.
Yo
llevo su nombre, soy hija de su hija Isabel, la más pequeña.
Orgullosa
de ser nieta, de la abuela Dolores.