—Vamos nena, tú no
quieres que me vaya— dijiste acercándote a mí.
— ¡Vete! —levanté
la mano con intención de abofetearte.
La sujetaste con fuerza
en el aire impidiéndome hacer lo que quería. Con la otra mano me cogiste de la
cintura y me pegaste a ti. En mi memoria me justifico algunas veces pensando
que me resistí, pero lo cierto es que no lo hice. Dejé que tu boca poseyese la
mía con tal vehemencia que me rendí al beso de inmediato. Estaba acostumbrada a
besos dulces, no a la pasión exigente que había en tus labios. Estaba
acostumbrada a caricias cálidas, no al rastro de fuego que dejaban tus manos a
su paso y que me quemaba en la piel. Estaba acostumbrada a una humedad en mi
interior tibia y sensual, no a aquel deseo líquido, ardiente, sexual. Hay quien
dice que la conciencia no le deja hacer tal o cual cosa, creo que mienten, hay
mil maneras de acallar la conciencia, yo
las encontré. Había tenido una educación tradicional, mi familia era eso que
llaman chapados a la antigua. Y allí estaba yo, en mitad del salón de la casa
de mis padres, deseando a un hombre que no solo no era mi novio o marido, sino
que debía haber sido mi cuñado. Estaba haciendo todo lo contrario a aquello que
habían sido mis valores, mis creencias, mi vida hasta ese momento. Y allí
estabas tú, arrancándome la ropa a tirones mientras sin pudor alguno me ofrecía a ti.