Olas...
Puede que hasta ahora una palabra tan breve como esa nos hiciera pensar en algo tan inmenso como el mar. En el arrullo y la cadencia suave, o en la bravura de la tempestad. En el olor a salitre. En el sol calentándonos la piel. En la arena húmeda entre los dedos de los pies. En lo incansable y lo interminable. En su constante ir y venir. En ese momento en el que tratan de alcanzarte, de mojarte, y das un par de pasos atrás, intentando huir..
Ahora cuando oímos hablar de olas, recordamos la primera, la segunda, la tercera... Y nos hace pensar en enfermedad, en muerte, en desánimo, en cansancio, en una lucha sin cuartel contra un enemigo invisible que, de momento, nos está ganando todas las batallas. Creo que nunca una palabra fue tan apropiada como esa, olas. La vemos crecer en la distancia. La vemos coger fuerza. La miramos desde la orilla pensando que romperá lejos, que no nos alcanzará. Nos retiramos, un paso, dos, tres... nunca los suficientes. La ola nos da de lleno, otra vez. No sé qué no hemos aprendido de las anteriores, aunque quizá no haya más por aprender porque no hay manera de irnos lo bastante lejos de ella. Estamos anclados en esta orilla y nos salpicará, y con suerte será poco. Creo que sabemos, que no va a ser la última. La sensación, la mía, es que esta, aún está creciendo.
El cielo está gris, las nubes amenazan tormenta, el viento huele a sal, el agua del mar está brava y oscura.
Y a lo lejos...no deja de crecer una ola...