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lunes, 23 de marzo de 2015

Femme Fatale (Sacado del baúl donde guardo lo que escribí hace mucho)

La taza resbaló de mi mano. Se estrelló contra el suelo derramando el café, ya frío, sin romperse. Como hipnotizado miré la manera en que se alejaban sus tacones de aguja, no podía apartar la vista del suelo, ni de sus pasos...
Todo parecía suceder a cámara lenta, cómo en una de esas películas que tanto le gustan. Siempre vestida de mujer fatal, labios rojo fuego y un cigarrillo que parecía no desaparecer nunca de su boca. Y al igual que en una de esas películas, mi mente hizo un flash back, retrocediendo al momento en  que la conocí.
 Pasaba la tarde, como de costumbre, sentado en la barra de este mismo bar. El barman se entretenía en secar vasos con un paño que de seguro fue algún día de un blanco prístino. Un gesto suyo me hizo girar la cabeza hacia la puerta. La luz del sol de media tarde la enmarcaba, no pude ver su cara, sólo sus curvas. No tenía el ánimo para mujeres, aún estaba convaleciente de la última, y volví a concentrarme en mi bebida. Oí el sonido de sus pasos y olí su perfume antes de escuchar su voz. Su olor era algo dulce y suave, que me envolvió.
—¿Me das fuego? -dijo-
Sin contestar saqué el mechero del bolsillo del pantalón, y encendí su cigarrillo. Ella acercó su mano a la mía para proteger la llama de un viento inexistente. Dio una calada larga, haciendo que el carmín rojo dejase una huella visible en la boquilla. Sin apartar sus ojos de los míos, entre la nube de humo, le hizo una seña al camarero que se apresuró a atenderla.
— ¿Qué le pongo?
— Lo mismo que toma él — dijo sin dejar de mirarme
Señaló mi vaso casi vacío, iba por el tercero, ron de caña de azúcar. Me aficioné a él en uno de mis viajes, últimamente era mi mejor y única compañía.
— ¿Vienes mucho por aquí? — preguntó—
— Casi se puede decir que soy parte de la decoración— respondí
—¿Puedo invitarte a otro?
Acababa de apurar el vaso y yo mismo iba a pedir más. En apenas unos segundos había conseguido captar mi atención y despertar mi curiosidad.
—Claro...por qué no – contesté-
— ¿Te importa que vayamos a una mesa? estaremos más cómodos para hablar.
Con la mano le indiqué la sala vacía.
—Elige tú misma.
Al bajarme del taburete me acerqué, y ella dejó que me asomara a su generoso escote. La seguí con la mirada mientras caminaba delante de mí. La falda negra ajustada a unas caderas esplendidas, medias de seda,  tacones de aguja, aquello era lo que cualquiera llamaría, “vestida para matar”. Llevaba la oscura melena recogida en un moño, demasiado severo para el resto de su aspecto. Por un momento me imaginé soltándoselo, y derramando aquella lustrosa cabellera sobre sabanas de seda blanca, fría y suave.
No recuerdo la conversación, cosas insustanciales supongo, sin importancia alguna. Varias copas de ron después, entre cigarrillo y cigarrillo, la besé. Salimos juntos de aquel bar, las horas habían ido pasando sin que les prestásemos atención. El sol agonizaba sangrante en alguna parte, y sólo nos había dejado algún reflejo rojizo en los jirones de nubes que adornaban el atardecer. Para nosotros aquel ocaso bien podía ser un amanecer.
Durante un mes entró en el bar a la misma hora, tomábamos varias copas y luego salíamos hacia mi casa. El deseo y la pasión mandaban, nosotros obedecíamos. En el mismo instante en que nos tocábamos perdíamos la noción de todo. No hubo besos tímidos, ni arrumacos someros. Era como si nos conociéramos íntimamente desde hacía años. Ella parecía saber que me gustaba y cómo me gustaba. Respondía a mis caricias de forma apasionada, era complaciente y excitante. Podía llegar a parecer tan sumisa algunas veces que únicamente deseaba obedecerla, servirla, ser su más humilde esclavo. Despertaba todo eso sin ni siquiera expresar nunca algo parecido a una orden. Aunque si lo hubiera hecho yo no habría dudado en acatarla. Se entregaba de tal manera a mí que dominaba totalmente mi voluntad. Nunca pasó una noche conmigo a pesar de intentar retenerla. Sentirla amodorrase abrazada a mi era algo que deseaba. Encontrarla al amanecer a mi lado, todo un imposible. Era una seductora Cenicienta vestida de seda negra que desaparecía de mi vida cada noche a la misma hora, eso sí, jamás olvidaba sus zapatos. Vivía mis días esperando nuestros encuentros, me sedujo su cuerpo, y a pesar de que conversábamos poco había algo en ella que estaba calando hondo en mi. Una noche, mientras se preparaba para marcharse, sin pensar, guiándome por lo que sentía,  le dije unas palabras que nunca pensé que sería capaz de pronunciar.
—Estoy enamorado de ti.
—¡Qué tontería! ¡Estás enamorado de lo que ves, enamorado de tus orgasmos!, pero no me conoces, ¿Qué sabes de mí?
No esperó una respuesta y dando un portazo me dejó en la cama, enredado en unas sabanas que todavía conservaban su calor. Era cierto, no sabía nada de ella, había entrado en mi vida y tomado lo que deseaba, al parecer eso era todo. Yo, que  presumía de no involucrarme sentimentalmente. De no querer demasiado a mis amantes. Ese al que tachaban de usar a las mujeres, acababa de encontrar la horma de mi zapato.
 La esperé cada tarde en el bar, bebiendo ron, sentado en la barra y volviendo la cabeza cada vez que se abría la puerta, y no regresó. El sol de media tarde no volvió a enmarcarla en la entrada. No tenía manera de encontrarla,  ni siquiera sabía su nombre porque cada noche me pedía que la llamara de distinta manera, y no me importó hacerlo. La primera noche fue Marlene, la siguiente Rita, días más tarde era Lauren, Greta o Verónica. Mujeres de película, actrices de otro tiempo, mujeres fatales en la ficción y alguna fuera de ella. Ella jugaba a ser otra, y por una vez, por primera vez, yo, sólo había sido yo. Aquella mezcla de sensaciones, de sentimientos, era amor. Pasión, deseo, misterio, esa mujer era un enigma a resolver y lo resolvería. Quizá se había marchado aquella noche porque tuvo miedo de reconocer que sentía algo más que atracción sexual, algo más que un deseo por satisfacer. La cogí desprevenida y huyó. Tenía que encontrarla, y si lo que quería era intriga, si quería ser otra, si yo tenía que ser Humphrey para ella... lo sería.
Pasé semanas buscándola. Tenía pocas pistas, nunca pidió un taxi para marcharse, se iba a pie, por lo tanto debía vivir cerca. Nunca antes de aquella tarde había entrado en el bar, allí nadie la conocía, sólo la habían visto conmigo. Paseé por los alrededores de mi casa, bebí ron en más bares de los que puedo recodar, pregunté a los camareros y a los parroquianos de los más oscuros tugurios. Les hablé de su escultural figura, de sus labios rojos, de su pelo oscuro, y de sus tacones de aguja... la tierra parecía habérsela tragado.
Hasta hoy...
Me dirigía al bar  un par de horas antes de lo que acostumbraba. En la esquina, justo antes de llegar hay un cine. No presto atención a lo que ponen, es uno de esos lugares para los nostálgicos y en el que sólo hay reposiciones de viejas películas. Tampoco me fijo en la gente que espera, o en la taquillera, hasta esta tarde. Una mujer discutía a voz en grito por algo en la numeración de los asientos, el destino, mezclado con la curiosidad, hizo que mirase hacia el cine. Esta vez era la ventana de la taquilla la que enmarcaba el rostro de Marlene, Rita o como quiera que se hiciera llamar hoy. Me puse en la cola, nervioso, sin saber que decirle cuando la tuviese cara a cara. La fila avanzaba lenta pero imparable, y por fin, llegó mi turno.
— ¿Cuántas entradas? — Preguntó automáticamente.
—Una —le contesté.
— ¿Qué sala? — preguntó sin mirarme
—Me da igual — dije
Fue entonces cuando levantó la vista, no pareció sorprendida. Tenía el pelo recogido, como cuando la conocí. Llevaba el uniforme de la cadena de cines. Un soso vestido de rayas azules con su nombre sobre el bolsillo derecho, como las cajeras de los supermercados.
—Espérame en el bar— dijo.
Obedecí como un niño y me fui al bar a esperarla. Pedí café, el barman me miró como si no me reconociera. Quería tener la mente lúcida cuando llegase, esta vez no se escaparía tan fácilmente. La vi entrar, aún vestía el uniforme, pero llevaba sus tacones de aguja y sus sempiternos labios rojo fuego. Se acercó a la barra y sacó un cigarrillo que  me di prisa en encender.
—Bien, me has descubierto. Te he visto pasar cada tarde, preguntándome por qué no me veías, ¿Qué te parezco ahora? Sólo una insulsa taquillera ¿verdad?, ¡Dime ahora que me quieres!
No estaba del todo seguro pero el tono de su voz en apariencia enfadado, escondía algo más, ¿quizá un deje de tristeza?
— Ahora que sé tu nombre, me sigues pareciendo encantadora y misteriosa. No me importa a lo que te guste jugar, podemos jugar juntos. Te he buscado todo este tiempo, ¿Por qué no crees que te quiera? Por favor…
En mis ojos había una súplica que esperaba que ella leyese, que atendiese.
 La conversación no iba a ser mucho más larga. Ella no daría mil explicaciones y tampoco me dejaría darlas a mí, me lo jugaba todo a una sola carta. Dio una calada al cigarrillo, a pesar del uniforme, la mujer fatal había vuelto. Me miró de arriba abajo con una sonrisa en la comisura de los labios. Y volvió a usar ese tono, esas frases de película.
-Normalmente evito la tentación, a menos que no pueda resistirme. Estaré aquí a la hora de costumbre.
Se giró para marcharse, y sin mirarme dijo:
- Una cosa más, esta noche... llámame Mae.
El corazón me latía con fuerza, tanta, que la taza con el café, ya frío, resbaló de mis manos.






domingo, 8 de marzo de 2015

Un cuento de princesas (El capitán de la guardia).

El capitán de la guardia de la Ciudadela había visto a la princesa blandir su espada al amanecer. Ella lo hace cada mañana. Al igual que ordena encender hogueras en la noche, para hacerle saber que continúa esperando.
Sería fácil dejar que la princesa lo amase cada uno de los días que le quedaban por vivir. Ese, y no otro, era su mayor deseo.  En su juventud hizo un juramento a quien gobernaba aquella fortaleza. Había sido educado en el honor y las leyes de la caballería. Y nunca, jamás, pondría en duda su lealtad, ni siquiera por amor. Y eso, y no otra cosa, es lo que siente por la valerosa princesa, amor. Sabía que ella alguna vez dudaba de sus sentimientos. Pero también sabía que entendía su proceder, que ella amaba en él su rectitud, su honradez. Nunca haría nada para que faltase a su palabra. Tal vez la princesa esperará inútilmente toda su vida a que el gobernante de la Ciudadela lo libere de su promesa. O tal vez el capitán se de cuenta que ser caballero implica tener valor. Y que el valor no es otra cosa que hacer lo correcto y mantener la verdad a toda costa. Y la verdad, su verdad, era que amaba a la princesa mucho más de lo que había llegado a amar a todo lo que representaba aquella fortaleza.
Por eso ella esperaba, y él, se asomaba al torreón más alto cada mañana.
El capitán de la guardia contaba los días que faltaban para la siguiente noche de luna nueva. En esas noches oscuras sin luna salia del castillo a encontrarse con la princesa.
Se deslizará sigiloso entre el ejercito de aquella a quien ama, ocultándose en las sombras hasta llegar a su tienda. Ella lo aguardará ansiosa, nerviosa, temiendo por su persona, porque no en vano aquello era una guerra por poca sangre que se derramase. Estará sentada ante sendas copas de vino. La armadura y la espada abandonadas en un rincón. Porque aquella noche no será guerrera, solo mujer. Vestirá sus más finos vestidos de seda. La abundante cabellera recogida en una gruesa trenza descansará sobre su pecho. Sobre su corazón, como un último bastión que la defenderá. Porque si bien no se rinde ante nada, lo hace ante el corazón del capitán en el mismo momento en que  sus ojos lo ven llegar.
Apenas unas horas estarán juntos, hasta el siguiente cambio de la guardia. Se enredarán en un abrazo del que les dolerá soltarse. Se besarán hasta que los labios les ardan. Se entregarán el uno al otro como solo lo hacen los que se aman. Sin reserva alguna, siendo del otro por completo.
Ella le rogará mil veces que no se marche, y él, renegará otras mil del hecho de no poder quedarse.
La princesa amenazará con de verdad destrozar aquel castillo, con tomarlo por la fuerza, Y el capitán con tristeza admitirá que tendría que combatirla, aunque la vida le fuese en ello, aunque se le rompiese el corazón en un millar de pedazos. Y ante la posibilidad de perder su amor para siempre retira su amenaza. Esperará. Siempre le queda mañana.
Ella llorará hasta el amanecer cuando él se marche. Y él...¿Había llorado alguna vez?.
El asedio continúa. El ritual de cada amanecer y cada anochecer. El encuentro de los amantes cada noche sin luna.
El cuento no se acaba, no tiene final, nadie es capaz de escribirlo, y nadie lo hará, mientras la princesa no se rinda y siga siendo capaz de esperar.




sábado, 7 de marzo de 2015

Un cuento de princesas.

Amanecía, el sol apenas despuntaba tras las agrestes montañas. La princesa dejó su tienda. Avanzó con cuidado entre las hogueras casi extinguidas y que aún daban algo de calor a los hombres que dormían junto a ellas. Alguno se removió en su duro lecho de tierra, y ella, detuvo sus pasos, no quería alertar a la guardia. Caminaba envuelta en su capa, y con la espada en el cinto. Su vieja cota de malla necesitaba algún remiendo. Tantas batallas libradas, y tan pocas ganadas. Llegó a una pequeña atalaya dejando atrás el campamento. Desde allí podría ver aquello que tanto ansiaba. La hermosa fortaleza que anhelaba conquistar. Años duraba ya aquel sitio, y se encontraba en el mismo lugar en el que lo comenzó. El viento sopló y agitó su cabellos. El sol arrancaba ya brillos dorados en las almenas de la fortificación que miraba. La ciudadela pronto despertaría. Entrecerró los ojos tratando de distinguir algo en los torreones. Llegó a aquella lid con el bando perdedor. Supo siempre que pretendía conquistar un imposible, un reino que nunca le pertenecería. Se llevó  la mano a la empuñadura de su espada. Apretó el puño con fuerza  alrededor y la desenvainó, blandiéndola en el aire. El astro rey llenó la afilada hoja de luminosos destellos. Aquel que la amaba y  aguardaba en el castillo podría verlos, y de esa manera saber que ella, seguía allí. Que no se había rendido.
El amor la había llevado hasta allí. Por amor había comenzado una guerra que no podría ganar. Por amor no batallaba, solo, esperaba. No usaba ni sola de las armas que poseía. No hacía daño, no podía. Por amor no se rendía. Era como aquellas rocas sobre las que pisaba, inamovible, impasible, dura. Sus hombres, los más osados y aguerridos guerreros se preguntaban por qué. Aunque jamás la abandonarían, porque sabían que la suya era una causa noble.¿Qué hay más noble que un sentimiento puro? No claudicaría, no lo haría, su corazón no se lo permitiría. Más de una vez había ordenado furiosa que se levantase el campamento, que se recogiesen las armas y se apagasen para siempre las hogueras. Pero antes de que alguno de sus hombres llegase si quiera a moverse revocaba esa orden. Porque era la única manera de calmar los latidos furiosos de su corazón.
Volvió a envainar la espada que se deslizo en su lugar con un siseo. Miró de nuevo hacía lo que tanto amaba y se dijo:
-Hoy no vencerás. Pero te queda mañana. Siempre mañana.
Su bandera ondeará todo el día, y las hogueras iluminarán el cielo nocturno. Desde la fortaleza oirán el entrechocar de espadas. Oirán a un ejercito que se prepara para atacar, pero que nunca lo hará. La princesa no avanza, no lucha, y pierde casi todas las batallas. Pero nunca, jamás, se rendirá.
Su corazón no se lo permitiría.