La taza resbaló de mi mano. Se estrelló contra
el suelo derramando el café, ya frío, sin romperse. Como hipnotizado miré la
manera en que se alejaban sus tacones de aguja, no podía apartar la vista del
suelo, ni de sus pasos...
Todo parecía suceder a cámara lenta, cómo en
una de esas películas que tanto le gustan. Siempre vestida de mujer fatal,
labios rojo fuego y un cigarrillo que parecía no desaparecer nunca de su boca.
Y al igual que en una de esas películas, mi mente hizo un flash back,
retrocediendo al momento en que la
conocí.
Pasaba
la tarde, como de costumbre, sentado en la barra de este mismo bar. El barman
se entretenía en secar vasos con un paño que de seguro fue algún día de un
blanco prístino. Un gesto suyo me hizo girar la cabeza hacia la puerta. La luz
del sol de media tarde la enmarcaba, no pude ver su cara, sólo sus curvas. No
tenía el ánimo para mujeres, aún estaba convaleciente de la última, y volví a
concentrarme en mi bebida. Oí el sonido de sus pasos y olí su perfume antes de
escuchar su voz. Su olor era algo dulce y suave, que me envolvió.
—¿Me
das fuego? -dijo-
Sin
contestar saqué el mechero del bolsillo del pantalón, y encendí su cigarrillo.
Ella acercó su mano a la mía para proteger la llama de un viento inexistente.
Dio una calada larga, haciendo que el carmín rojo dejase una huella visible en
la boquilla. Sin apartar sus ojos de los míos, entre la nube de humo, le hizo
una seña al camarero que se apresuró a atenderla.
—
¿Qué le pongo?
—
Lo mismo que toma él — dijo sin dejar de mirarme
Señaló
mi vaso casi vacío, iba por el tercero, ron de caña de azúcar. Me aficioné a él
en uno de mis viajes, últimamente era mi mejor y única compañía.
—
¿Vienes mucho por aquí? — preguntó—
—
Casi se puede decir que soy parte de la decoración— respondí
—¿Puedo
invitarte a otro?
Acababa
de apurar el vaso y yo mismo iba a pedir más. En apenas unos segundos había
conseguido captar mi atención y despertar mi curiosidad.
—Claro...por
qué no – contesté-
—
¿Te importa que vayamos a una mesa? estaremos más cómodos para hablar.
Con
la mano le indiqué la sala vacía.
—Elige
tú misma.
Al
bajarme del taburete me acerqué, y ella dejó que me asomara a su generoso
escote. La seguí con la mirada mientras caminaba delante de mí. La falda negra
ajustada a unas caderas esplendidas, medias de seda, tacones de aguja, aquello era lo que
cualquiera llamaría, “vestida para matar”. Llevaba la oscura melena recogida en
un moño, demasiado severo para el resto de su aspecto. Por un momento me
imaginé soltándoselo, y derramando aquella lustrosa cabellera sobre sabanas de seda
blanca, fría y suave.
No
recuerdo la conversación, cosas insustanciales supongo, sin importancia alguna.
Varias copas de ron después, entre cigarrillo y cigarrillo, la besé. Salimos
juntos de aquel bar, las horas habían ido pasando sin que les prestásemos
atención. El sol agonizaba sangrante en alguna parte, y sólo nos había dejado
algún reflejo rojizo en los jirones de nubes que adornaban el atardecer. Para
nosotros aquel ocaso bien podía ser un amanecer.
Durante
un mes entró en el bar a la misma hora, tomábamos varias copas y luego salíamos
hacia mi casa. El deseo y la pasión mandaban, nosotros obedecíamos. En el mismo
instante en que nos tocábamos perdíamos la noción de todo. No hubo besos tímidos,
ni arrumacos someros. Era como si nos conociéramos íntimamente desde hacía
años. Ella parecía saber que me gustaba y cómo me gustaba. Respondía a mis
caricias de forma apasionada, era complaciente y excitante. Podía llegar a
parecer tan sumisa algunas veces que únicamente deseaba obedecerla, servirla,
ser su más humilde esclavo. Despertaba todo eso sin ni siquiera expresar nunca
algo parecido a una orden. Aunque si lo hubiera hecho yo no habría dudado en
acatarla. Se entregaba de tal manera a mí que dominaba totalmente mi voluntad.
Nunca pasó una noche conmigo a pesar de intentar retenerla. Sentirla amodorrase
abrazada a mi era algo que deseaba. Encontrarla al amanecer a mi lado, todo un
imposible. Era una seductora Cenicienta vestida de seda negra que desaparecía
de mi vida cada noche a la misma hora, eso sí, jamás olvidaba sus zapatos. Vivía
mis días esperando nuestros encuentros, me sedujo su cuerpo, y a pesar de que
conversábamos poco había algo en ella que estaba calando hondo en mi. Una noche,
mientras se preparaba para marcharse, sin pensar, guiándome por lo que sentía, le dije unas palabras que nunca pensé que
sería capaz de pronunciar.
—Estoy
enamorado de ti.
—¡Qué
tontería! ¡Estás enamorado de lo que ves, enamorado de tus orgasmos!, pero no
me conoces, ¿Qué sabes de mí?
No
esperó una respuesta y dando un portazo me dejó en la cama, enredado en unas
sabanas que todavía conservaban su calor. Era cierto, no sabía nada de ella,
había entrado en mi vida y tomado lo que deseaba, al parecer eso era todo. Yo,
que presumía de no involucrarme
sentimentalmente. De no querer demasiado a mis amantes. Ese al que tachaban de
usar a las mujeres, acababa de encontrar la horma de mi zapato.
La esperé cada tarde en el bar, bebiendo ron,
sentado en la barra y volviendo la cabeza cada vez que se abría la puerta, y no
regresó. El sol de media tarde no volvió a enmarcarla en la entrada. No tenía
manera de encontrarla, ni siquiera sabía
su nombre porque cada noche me pedía que la llamara de distinta manera, y no me
importó hacerlo. La primera noche fue Marlene, la siguiente Rita, días más
tarde era Lauren, Greta o Verónica. Mujeres de película, actrices de otro
tiempo, mujeres fatales en la ficción y alguna fuera de ella. Ella jugaba a ser
otra, y por una vez, por primera vez, yo, sólo había sido yo. Aquella mezcla de
sensaciones, de sentimientos, era amor. Pasión, deseo, misterio, esa mujer era
un enigma a resolver y lo resolvería. Quizá se había marchado aquella noche
porque tuvo miedo de reconocer que sentía algo más que atracción sexual, algo
más que un deseo por satisfacer. La cogí desprevenida y huyó. Tenía que
encontrarla, y si lo que quería era intriga, si quería ser otra, si yo tenía
que ser Humphrey para ella... lo sería.
Pasé
semanas buscándola. Tenía pocas pistas, nunca pidió un taxi para marcharse, se
iba a pie, por lo tanto debía vivir cerca. Nunca antes de aquella tarde había
entrado en el bar, allí nadie la conocía, sólo la habían visto conmigo. Paseé
por los alrededores de mi casa, bebí ron en más bares de los que puedo recodar,
pregunté a los camareros y a los parroquianos de los más oscuros tugurios. Les
hablé de su escultural figura, de sus labios rojos, de su pelo oscuro, y de sus
tacones de aguja... la tierra parecía habérsela tragado.
Hasta
hoy...
Me dirigía al bar un
par de horas antes de lo que acostumbraba. En la esquina, justo antes de llegar
hay un cine. No presto atención a lo que ponen, es uno de esos lugares para los
nostálgicos y en el que sólo hay reposiciones de viejas películas. Tampoco me
fijo en la gente que espera, o en la taquillera, hasta esta tarde. Una mujer
discutía a voz en grito por algo en la numeración de los asientos, el destino,
mezclado con la curiosidad, hizo que mirase hacia el cine. Esta vez era la
ventana de la taquilla la que enmarcaba el rostro de Marlene, Rita o como
quiera que se hiciera llamar hoy. Me puse en la cola, nervioso, sin saber que
decirle cuando la tuviese cara a cara. La fila avanzaba lenta pero imparable, y
por fin, llegó mi turno.
—
¿Cuántas entradas? — Preguntó automáticamente.
—Una
—le contesté.
—
¿Qué sala? — preguntó sin mirarme
—Me
da igual — dije
Fue
entonces cuando levantó la vista, no pareció sorprendida. Tenía el pelo
recogido, como cuando la conocí. Llevaba el uniforme de la cadena de cines. Un
soso vestido de rayas azules con su nombre sobre el bolsillo derecho, como las
cajeras de los supermercados.
—Espérame
en el bar— dijo.
Obedecí
como un niño y me fui al bar a esperarla. Pedí café, el barman me miró como si
no me reconociera. Quería tener la mente lúcida cuando llegase, esta vez no se
escaparía tan fácilmente. La vi entrar, aún vestía el uniforme, pero llevaba
sus tacones de aguja y sus sempiternos labios rojo fuego. Se acercó a la barra
y sacó un cigarrillo que me di prisa en encender.
—Bien,
me has descubierto. Te he visto pasar cada tarde, preguntándome por qué no me
veías, ¿Qué te parezco ahora? Sólo una insulsa taquillera ¿verdad?, ¡Dime ahora
que me quieres!
No
estaba del todo seguro pero el tono de su voz en apariencia enfadado, escondía
algo más, ¿quizá un deje de tristeza?
—
Ahora que sé tu nombre, me sigues pareciendo encantadora y misteriosa. No me
importa a lo que te guste jugar, podemos jugar juntos. Te he buscado todo este
tiempo, ¿Por qué no crees que te quiera? Por favor…
En
mis ojos había una súplica que esperaba que ella leyese, que atendiese.
La conversación no iba a ser mucho más larga. Ella no daría mil explicaciones y tampoco me dejaría darlas a mí, me lo jugaba
todo a una sola carta. Dio una calada al cigarrillo, a pesar del uniforme, la
mujer fatal había vuelto. Me miró de arriba abajo con una sonrisa en la
comisura de los labios. Y volvió a usar ese tono, esas frases de película.
-Normalmente
evito la tentación, a menos que no pueda resistirme. Estaré aquí a la hora de
costumbre.
Se
giró para marcharse, y sin mirarme dijo:
-
Una cosa más, esta noche... llámame Mae.
El
corazón me latía con fuerza, tanta, que la taza con el café, ya frío, resbaló
de mis manos.