El capitán de la guardia de la Ciudadela había visto a la princesa blandir su espada al amanecer. Ella lo hace cada mañana. Al igual que ordena encender hogueras en la noche, para hacerle saber que continúa esperando.
Sería fácil dejar que la princesa lo amase cada uno de los días que le quedaban por vivir. Ese, y no otro, era su mayor deseo. En su juventud hizo un juramento a quien gobernaba aquella fortaleza. Había sido educado en el honor y las leyes de la caballería. Y nunca, jamás, pondría en duda su lealtad, ni siquiera por amor. Y eso, y no otra cosa, es lo que siente por la valerosa princesa, amor. Sabía que ella alguna vez dudaba de sus sentimientos. Pero también sabía que entendía su proceder, que ella amaba en él su rectitud, su honradez. Nunca haría nada para que faltase a su palabra. Tal vez la princesa esperará inútilmente toda su vida a que el gobernante de la Ciudadela lo libere de su promesa. O tal vez el capitán se de cuenta que ser caballero implica tener valor. Y que el valor no es otra cosa que hacer lo correcto y mantener la verdad a toda costa. Y la verdad, su verdad, era que amaba a la princesa mucho más de lo que había llegado a amar a todo lo que representaba aquella fortaleza.
Por eso ella esperaba, y él, se asomaba al torreón más alto cada mañana.
El capitán de la guardia contaba los días que faltaban para la siguiente noche de luna nueva. En esas noches oscuras sin luna salia del castillo a encontrarse con la princesa.
Se deslizará sigiloso entre el ejercito de aquella a quien ama, ocultándose en las sombras hasta llegar a su tienda. Ella lo aguardará ansiosa, nerviosa, temiendo por su persona, porque no en vano aquello era una guerra por poca sangre que se derramase. Estará sentada ante sendas copas de vino. La armadura y la espada abandonadas en un rincón. Porque aquella noche no será guerrera, solo mujer. Vestirá sus más finos vestidos de seda. La abundante cabellera recogida en una gruesa trenza descansará sobre su pecho. Sobre su corazón, como un último bastión que la defenderá. Porque si bien no se rinde ante nada, lo hace ante el corazón del capitán en el mismo momento en que sus ojos lo ven llegar.
Apenas unas horas estarán juntos, hasta el siguiente cambio de la guardia. Se enredarán en un abrazo del que les dolerá soltarse. Se besarán hasta que los labios les ardan. Se entregarán el uno al otro como solo lo hacen los que se aman. Sin reserva alguna, siendo del otro por completo.
Ella le rogará mil veces que no se marche, y él, renegará otras mil del hecho de no poder quedarse.
La princesa amenazará con de verdad destrozar aquel castillo, con tomarlo por la fuerza, Y el capitán con tristeza admitirá que tendría que combatirla, aunque la vida le fuese en ello, aunque se le rompiese el corazón en un millar de pedazos. Y ante la posibilidad de perder su amor para siempre retira su amenaza. Esperará. Siempre le queda mañana.
Ella llorará hasta el amanecer cuando él se marche. Y él...¿Había llorado alguna vez?.
El asedio continúa. El ritual de cada amanecer y cada anochecer. El encuentro de los amantes cada noche sin luna.
El cuento no se acaba, no tiene final, nadie es capaz de escribirlo, y nadie lo hará, mientras la princesa no se rinda y siga siendo capaz de esperar.