Amapola.
Curioso nombre pensé.
-A mi padre le gustaban las flores- dijo sonriendo.
Parecía que hubiese leído mi pensamiento. Eso explicaba los
nombres de sus hermanas, Rosa y Margarita. Sonreí para mis adentros pensando
que de haber nacido varones, llevarían nombres como Jacinto o Narciso.
Amapola.
No pude menos que fijarme más en ella. Era cierto que sus
labios poseían el brillante rojo de la flor de la que llevaba el nombre. Que
sus ojos eran del mismo verde brillante del trigo entre el que esta se mecía.
Su figura esbelta, redondeada allí donde su femineidad lo requería, poseía al
moverse la gracilidad del fino tallo que la sujetaba. En cambio su piel era tan
blanca que me recordó a nata fresca y cremosa, el sol no la había dorado como
habría hecho con el trigo los primeros días de verano. Pero no así su cabello,
que era mies madura. Sus mejillas se arrebolaron ante el detallado estudio que
estaba haciendo de su persona. Deseé en ese instante poder conocer a sus
hermanas, ¿Sería Rosa una belleza delicada? ¿Y Margarita hermosa y modesta?
Las tres vivían con su madre, que curiosamente y hasta ese
momento no me había percatado, se llamaba, Azucena. El padre, al que ganas tenía
de poner el sobrenombre de “jardinero” había fallecido poco antes. Precisamente
era un asunto relacionado con el testamento del finado lo que me había llevado
hasta allí. Cuatro mujeres solas, atendidas por una mujer mayor que parecía,
incluso a su avanzada edad, ocuparse de todo.
No había café porque estaban de luto y en esos días no se
sirven meriendas a las visitas, eso me dijo Petra, el ¿ama de llaves? Me
pregunto si todavía existe esa figura como tal, en las grandes casas
señoriales. De luto, siempre imagine el luto de color negro, pero Amapola
vestía un sencillo vestido de finos tirantes estampado, como no, de pequeñas florecillas. Aquel lugar era como
La casa de Bernarda Alba, pero a color, llena de color y de vida a pesar de
que, según Petra, guardaban riguroso luto.
-Papa odiaba el negro- dijo Amapola leyéndome una vez más la
mente.
Casi estaba tentado de preguntar, a ver señorita ¿Qué estoy
pensando ahora? Como si de un truco de feria se tratase, pero me guardé el
pensamiento en alguna parte donde ella no pudiera alcanzarlo, no fuese a
molestarse. La joven, que debía rondar apenas los veinte, me señalaba el
retrato de su padre, justo encima de una enorme chimenea encalada por dentro y
por fuera. El purísimo blanco se rompía a los lados por dos grandes tiestos de
Aspidistra, y junto al retrato por dos Potos que lloraban sus enormes hojas
casi hasta el suelo. Don Heliodoro Buenaventura, sí, debía odiar el negro
porque llevaba en el cuadro un traje tan blanco como la cal de la pared. Un
rostro serio, con gafas de montura metálica y unos ojos negrísimos que miraban
a través del reflejo, muy conseguido, por cierto, de las lentes. Si me acercaba
seguro que vería reflejado en los cristales los muebles del salón donde nos
encontrábamos. Las enormes patillas, y el espeso bigote le daban un aspecto
antiguo, no del siglo pasado, tal vez del anterior. Era como si hubiese
abandonado las Américas con su traje claro, para establecerse en mitad de
alguna parte de las sierras andaluzas. Pero su hija, luego sabría que era la más
joven, era casi una niña, aquel hombre
había ido con ese aspecto por la calles del siglo veintiuno, posiblemente
incluso había navegado por internet o usado un teléfono móvil. También era
posible que se hubiese puesto aquel atuendo expresamente para ser pintado con él,
porque aquel era un retrato en toda regla, no alcanzaba a ver el rubrica del
artista pero no me hubiera sorprendido encontrar la de algún famoso pintor de
hacia doscientos años.
Amapola sonrió, y esta vez fui yo quien leyó su mente, ella
sabía todo lo que estaba elucubrando. Un escalofrío me recorrió la espalda
partiendo de la nuca.
-Iré a buscar a mamá y a mis hermanas, están deseando
conocerle- dijo la joven saliendo del salón y dejándome a solas con mis pensamientos,
que esta vez serían sólo para mí.
Me entretuve dando una vuelta por la espaciosa estancia. Una
librería llena, como era de suponer, de voluminosos ejemplares todos ellos con
los lomos gastados por el uso. Quizá habían sido leídos con frecuencia o tal
vez no eran más que libros de consulta del dueño de la casa, desde donde estaba
no alcanzaba a leer título alguno, pero estaba seguro que mis días en aquella
casa me darían oportunidad, de acércame más a ellos. Las paredes blancas del
exterior continuaban en el interior, todo era de un prístino blanco. Enormes
tiestos de barro muy labrados contenían unas, no menos enormes, plantas de hojas
verdes. Pude reconocer una Costilla de Adán creciendo imponente en una esquina,
helechos y cintas colgaban cerca de los ventanales, coleos y culantrillos ocupaban
un par de mesitas auxiliares, dracenas, ficus y un exuberante tronco de Brasil
eran los dueños de las otras esquinas del salón, y una Maranta a punto de
plegar sus hojas llenaba un hueco
que se correspondía con un pequeño
montacargas ya en desuso, y que debió comunicar en tiempos el salón con la
cocina o la bodega. En el centro del amplio salón una mesa de proporciones
adecuadas presidia la habitación. Gruesas patas de madera tallada con motivos,
y ya no me extrañaba, florales, rodeada de seis sillas igualmente robustas y un
florero vacio en el centro, se ve que las flores de aquella casa debían estar
siempre vivas. La superficie pulida era casi como un espejo, ni una sola mota
de polvo la empañaban. Aparte del retrato de don Helidoro no había más cuadros
en la habitación, ni tampoco fotografías, no había ceniceros aunque algo me
decía que el dueño de la casa había fumado en sus buenos tiempos, quizá
cigarros puros, puede que habanos. Ni figuritas de porcelana que no sé porque
también se me antojaban propias del lugar. En realidad no había elementos de
decoración alguno aparte de la gran profusión de plantas. Un sofá, de aspecto
antiguo, tapizado de terciopelo verde con cojines de tonos más claros del mismo
verde, completaba el mobiliario.
-Nos gusta así, sencillo, Petra es mayor y ya no está para
limpiar figuritas delicadas.
La voz provenía de la puerta a la que en ese momento le daba
la espalda haciendo que me girase, no era Amapola, pero aquella mujer de
aspecto intemporal, parecía tener la misma facultad que ella, la de leer en mi
mente como si de un libro abierto se tratase.
La misma piel de nata, la misma figura esbelta, de tallo de
flor, pero esta vez los ojos eran tan negros como la noche oscura de su pelo
recogido en la nuca. ¿Quizá era Rosa?
-Mis hijas están en el jardín. Azucena de Buenaventura- dijo,
tendiéndome la mano.
Me apresuré a estrechársela dando un par de pasos hasta
donde se encontraba.
-Rodrigo Torres, a sus pies señora.
¿Había pronunciado aquellas palabras? ¿Realmente había dicho
eso? ¿A sus pies? No sabía de dónde la había sacado, nunca la había
usado antes, era posible que la hubiese oído en alguna vieja película o leído
en algún libro, pero… a sus pies señora, ¿Desde cuándo no se usaba esa frase?
Me sentí avergonzado, pero en cambio a Azucena pareció que le agradase el formalismo,
o eso me decía su sonrisa. Llevaba un vestido de color caqui que se sujetaba al
cuello con un lazo justo debajo del pelo, dejando al descubierto los hombros, y que se ceñía a sus caderas de manera que era la imaginación, la que se sentía
tentada de descubrir más. Ahora veía de donde había heredado Amapola su joven
belleza, y sentí aun más curiosidad por conocer al resto de las mujeres
Buenaventura.