La princesa aplazó su decisión hasta la mañana siguiente, aquella noche no habría luna, y esas, eran las noches que el capitán de la ciudadela acudía a su encuentro. Debía darle una última oportunidad, ofrecerle una vez más su amor, su vida, y su reino.
La noche cayó como un manto oscuro y frío. Los fuegos del campamento eran alimentados por la tropa que intentaba descansar a su calor. En noches como aquella la princesa reducía la guardia, para no poner en peligro a aquel a quien amaba. Lo esperó como tantas veces, acicalada con sus mejores ropajes. Con la larga melena trenzada con lazos de seda. Con la piel perfumada por las esencias más delicadas. En esas noches no era más que una mujer, una mujer enamorada que dejaba atrás su faceta de princesa, de guerrera. Una mujer dispuesta a todo, y era esa parte, su parte de mujer que amaba la que mantenía a raya a su otra mitad. Porque el amor era más poderoso que cualquier otra cosa.
Su amado llegó, como tantas veces, sigiloso y alerta, deseoso de ella. No hubo tiempo de palabras porque sus labios se reclamaron, sus manos se buscaron y sus cuerpos se encontraron. Solo se susurraron dulces requiebros de amor mientras sus ojos se miraban como tantas otras veces, como la primera vez. Todo era igual desde hacía años, la princesa no retrocedía, pero tampoco avanzaba.
Cuando saciaron el hambre que tenían el uno del otro ella por fin habló.
-Hace años que dura el sitio a la ciudadela. Hace años que te ofrezco, cada noche sin luna, todo lo que soy y todo lo que poseo. Haré de ti el dueño y señor de mi reino y de mi persona. Esta noche voy a volver a hacerlo, por última vez.
La princesa había pronunciado esas palabras postrada de rodillas, no sabía qué más hacer. El capitán guardó silencio y tomó las manos de la princesa para que se alzase, pero no pronunció palabra alguna.
-¿Callas? - dijo la princesa
-¿Qué puedo decir? Mi respuesta no ha cambiado, la has oído cientos de veces. No puedo abandonar mi puesto y rendirme a ti, tengo una obligación para con mi reina.
-¿No me amas?
-¡Sí! Pero...
-Pero el amor no es suficiente para ti. Crees que dejar lo que tienes por amor es una deshonra.
El capitán bajo la mirada apartándola así de los ojos de la princesa que parecía querer ver en su interior.
-¿Me niegas tus ojos amor mío?¿Qué me escondes? ¡Habla!
-¿No tienes así lo que quieres?
-¿Crees qué es esto lo que quiero? Un encuentro furtivo, unas pocas horas de amor. Un hombre en mi lecho. Podría buscar al más apuesto y fornido de mis caballeros y ofrecerle mis favores, si eso es lo que quisiera. Cualquiera de ellos estaría más que dispuesto¡Cualquiera!
-No alces la voz o acudirá tu guardia.
-¿Tienes miedo? Si no lo tienes deberías tenerlo. No eres más que un cobarde, pensaste que podrías mantenerme aquí el resto de mis días. Si, me amas, es posible, pero no lo suficiente. Y si no me amas deberías temerme, deberías temer la furia de una mujer despechada. Durante años te he entregado mi amor, he truncado mi vida por una espera inútil porque tú nunca pensaste aceptar ¡¿Verdad?! Pedías tiempo, tiempo, tiempo ¡Tiempo!
La princesa caminaba por la tienda fuera de sí, cegada por la cólera desenvaino su espada y la acercó al cuello del capitán.
-Sal de aquí antes de que acabe yo misma con tu vida. Mañana al alba arrasaré esa ciudadela que tanto amas y destronaré a esa reina a la que veneras. No podrás resistir la fuerza de mi ejercito, porque todos ellos darían la vida por mí y nada los detendrá. No dejaré ni una sola piedra en pie, le quitaré la vida a todo aquel que se interponga en mi camino, prenderé fuego a los graneros y sembraré de sal los campos, no deseo reinar en ese lugar, solo quiero verlo desaparecer.
El capitán sentía el frió del acero en la piel, y miraba a la princesa como si no la reconociese.
-Te equivocas...amor
-¿Cómo te atreves a llamarme así? Si estoy equivocada quédate esta noche y márchate conmigo mañana. Ordenaré levantar el campamento y nos iremos. Tu ciudadela y tu reina estarán a salvo. Si me equivoco te pediré perdón, y todos mis ofrecimientos seguirán en pie.
El silencio más absoluto fue lo único que oyó la princesa.
-¡Maldito cobarde! ¡Vete! ¡Vete!
A los gritos de la princesa acudió rauda su guardia. El silbido de espadas desenvainándose y el sonido de las armaduras de los hombres que corrían, hizo que el capitán huyese.
Cuando entraron en la tienda con gran estruendo encontraron a su señora sola. Todos cayeron de rodillas ante ella y bajaron la vista, nunca habían visto a tan hermosa dama con sus ropas más íntimas. La princesa se cubrió con una capa y les mandó levantarse. El capitán de su guardia, su soldado más valeroso, dio un paso al frente esperando ordenes. Solo le dijo una única palabra, pero fue suficiente.
-¡Mañana!.