Alargaste una de tus
manos hasta mi pelo, encontraste las horquillas que lo sujetaban, y mientras mi
melena se derramaba te lo llevaste a los labios.
—He querido hacer esto
desde que te vi esta mañana—susurraste en mi oído.
Yo no podía respirar,
sentía el corazón en la garganta y el atizador resbaló de mi mano. Tu boca, en
apenas un segundo, fue desde mi oído a mi boca. Y esta te recibió como se
recibe a un recién llegado tras una larga espera, con el anhelo y la añoranza
de lo que hace mucho que no se tiene. Con el deseo y la pasión con la que se
espera a quien se ama. Tus labios alimentaron un fuego que ni siquiera supe que
se había iniciado, hasta que no me quemó en las entrañas. Una de tus manos en
mi cabeza mantenía mi boca unida a la tuya con fuerza, aunque yo no quería que
se separasen. La otra en mi cintura pegaba mi cuerpo al tuyo, adaptándolo a el, hasta que sentí que encajábamos como piezas perdidas de un puzle que por
fin se encuentran.