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jueves, 1 de septiembre de 2016

¿Quién dice que esté sola?

De repente sintió ganas de hablar con la dependienta. Como un borracho que habla con el camarero en la barra de un bar. Por soledad, por desahogarse, por tener un poco de conversación con alguien a quien ella le da igual, a quien en realidad no le importa. Pero no sería igual repasar su vida sin una copa delante, sin la ayuda del alcohol recorriendo su sangre y colocando una cálida bruma ante lo que, a veces, le horrorizaba. Sus secretos, sus anhelos, sus sueños, sus fracasos, sus muestras de cobardía, eso, a lo que no le quedaba más remedio que llamar, su vida.  Nunca tuvo amigas, ni siquiera para algo tan trivial como salir de compras. Y quién necesitaba a nadie, y mucho menos para eso. Había descubierto lo maravillosas que podían ser las dependientas.  La aconsejaban, buscaban las tallas sin problema, siempre le decían lo delgadísima que estaba, y cuando se marcha les paga... y ya no les debe nada. Nunca le fallaría a una de ellas, a menos que no se llevase todo lo que se hubiese probado, pero aun así, incluso en ese caso, siempre la despedirán con una sonrisa.
Recogió la compra guardada en numerosas bolsas por la dependienta, casi una adolescente, de larga melena y piernas kilométricas. Su tarjeta de crédito se estremeció cuando le extrajeron el pago de aquella huida de sí misma, de ese intento de querer dar de lado a la soledad.  Se miró en un espejo cuando dejaba la tienda. Se arregló el pelo y se puso las gafas de sol. ¿Qué edad tenía? Demasiada para las minifaldas que había comprado o las camisetas ajustadas de llamativos colores. Se sacudió esa imagen de sí misma y con paso firme se dirigió al primer bar que encontró. Un tugurio oscuro que olía a ambientador de coche, mezcla de pino y desinfectante, con una larga barra de madera brillante y vacía a esa hora temprana de la tarde. Un camarero limpiaba un vaso con un paño tan blanco que no hacía juego con el resto del local. Levantó la vista al verla entrar. Se acercó, y ella pudo comprobar que no se había afeitado en varios días, que la camiseta con el nombre del bar estaba vieja y descolorida sobre la incipiente barriga, y que también olía al mismo ambientador de coche. Aun así, y sin quitarse las gafas de sol le sonrió.  El camarero le devolvió la sonrisa y le dijo, echándose el paño sobre el hombro.
— ¿Qué te pongo guapa?
Pronunció el nombre del licor casi como si ya lo paladease, y le guiñó al camarero detrás de sus lentes oscuras…