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viernes, 21 de febrero de 2014

Epitafio. (1ª parte)

Algunos lo llamaban loco. Él se llamaba a sí mismo; Escritor.
Llegó a Villa Nueva del Torrente Seco de noche, envuelto en una niebla espesa.  Nadie en el pueblo supo a ciencia cierta cómo había llegado hasta allí. Cuando la bruma se despejó por la mañana, estaba sentado en un banco de la plaza frente a la iglesia. Un fuerte vendaval se había llevado como de un manotazo  gran parte de la techumbre del templo, y con la llegada del buen tiempo, habían comenzado las obras. Contemplaba sin pestañear el tejado a medio recomponer, viendo como teja a teja, crecía la piel que cubriría de nuevo aquel gigantesco esqueleto. De repente bajaba la vista, y garabateaba en una libreta con las pastas rojas como la sangre, para acto seguido, sumirse de nuevo en la contemplación.

        “Amor mío, llevo aquí no sé cuantos días pero hasta ahora no me he sentado a escribirte. Casi puedo imaginarte con esta carta en las manos, sentada en el  sillón y con la manta marrón chocolate que te regalé sobre las piernas. En la mesa seguro que humea una taza de té, déjame pensar... té verde con malva y saúco ¿He acertado? Mueves la cabeza negando suavemente, y en tus labios se dibuja una sonrisa. No entiendes mi costumbre, a la que tú llamas manía, de escribir en lugar de usar el teléfono. Con lo sencillo que es pulsar sólo una tecla, eso sueles decirme. Pero sabes que amo las palabras, y no sólo me agrada decírtelas al oído, me gusta escribirlas y que las leas. “

Llevaba el pelo largo y barba de varios días, ojeras de no dormir y la piel pálida como si hiciese años que no le daba el sol. Apenas tenía carne sobre los huesos, y la gruesa chaqueta de pana debía darle calor. Las comadres reunidas en corrillo especulaban sobre el origen de aquel hombre, algunas decían que no era más que un mendigo, otras, mucho más acertadas, que tenía roto el corazón

         “Déjame llevarte despacio por este lugar, déjame que te hable de él y de sus gentes. Sé que a ti te parecería en exceso rural, pero eso era precisamente lo que andaba buscando. Este pueblo perdido entre las sierras de la Andalucía más profunda, donde los acentos son muy cerrados pero sus gentes, las más abiertas
 La ruta que tracé en el mapa no me sirvió de mucho, terminé perdido, y sintiéndome totalmente un aventurero seguí a mi pobre sentido de la orientación. Llegué a un punto donde la carretera se bifurcaba, por un lado podía continuar sobre un asfalto impecable, por el otro, la tierra  y los hierbajos lo invadían todo convirtiendo la calzada en apenas un camino. Opté por el más difícil, quizá para empezar a cambiar mi manera de hacer las cosas. Un par de kilómetros después el camino se volvió más transitable, la carretera estaba a todas luces vieja y mal conservada, pero al menos el coche dejó de traquetear. Era medio día y el sol estaba en todo lo alto, pero el tupido bosque de encinas y alcornoques que crecían a ambos lado del camino, me brindaba una sombra casi perpetúa. La luz me deslumbraba en los breves momentos en los se abría hueco entre la vegetación, y lograba atisbar el resto del paisaje. Cuando en los muchos libros que he leído, una mansión, o un pueblo, aparecían de pronto tras una curva, me parecía que el autor exageraba, que nada aparece en un horizonte tan súbitamente. Pues justo así, apareció ante mi vista Villa Nueva del Torrente Seco, como sacada de la chistera de un mago. Si visto desde lejos el lugar es hermoso, cuando caminas por sus calles te embelesa. El coche se quedó a la entrada del pueblo, rindió su alma al igual que yo ante aquella vista,  espero que aún siga allí. Las calles estrechas que lo componen son para las personas o para alguna bestia como todavía se ve por aquí, pero ni el más pequeño de los utilitarios cabría en ellas. Calles empinadas y empedradas con apenas aceras. Casas encaladas, con balcones llenos de color, el rojo de las gitanillas o el rosa y  blanco de los geranios. Puertas siempre abiertas que te dejan ver hermosos patios, algunos  conservan el pozo en el centro, rodeados de las hojas verdes, lustrosas y abundantes de los lirios de agua y las aspidistras. Columnas de piedra oscura y vieja, que las mujeres friegan con estropajos al llegar la primavera, para quitarles el verdín que acumularon durante el invierno. Sombras frescas que invitan al descanso.”

No tenía dinero, eso le dijo a Manuel, el de la venta, cuando después de un día sentado al sol fue a pedirle un poco de agua. Manuel es un hombre generoso, y al agua, añadió un par de bocadillos que él se guardó en la chaqueta, junto a la libreta.
- Soy escritor- le dijo a Manuel.
- ¿Y qué escribe?- preguntó el ventero
- Novelas- contestó, señalando la libreta que asomaba en el bolsillo.

                                                  En un par de días....más.