-
Novelas- contestó, señalando la libreta que asomaba en el bolsillo.
Manuel
no le preguntó por su nombre, con aquella pinta debía ser un mal escritor.
Ninguno va por ahí vestido con andrajos y
pidiendo limosna para comer. No, no pensaba que aquel pobre hombre fuese
como él decía, escritor. Al salir se quedó parado junto a la puerta. Miraba el
viejo perchero de madera, único objeto que Manuel conservaba de sus padres,
brillante por las repetidas manos de barniz que el ventero aplicaba cada año
religiosamente. Un viejo sombrero colgaba en el, olvido de algún visitante, y
que con el tiempo pasó a formar parte de la decoración del local.
-
Bonito sombrero- le dijo a Manuel tocándose la cabeza.
-
¿Lo quiere?- preguntó este.
Volvió
a tocarse la cabeza, calculando la posibilidad de que el sombrero le cupiese.
Bajó la vista, dudando si aceptarlo o no, o puede que avergonzado por tener que
hacerlo.
-
Lléveselo, me hace un favor si lo hace. Alguien lo olvidó aquí, ni me acuerdo
de cuando, lo guardé pensando que vendrían a buscarlo. Para lo único que me
sirve es para acumular polvo. A usted le resguardará del sol, cae de justicia
en esta época del año. – dijo Manuel.
Sin
decir una palabra, alargó la mano, lo sacudió y se lo puso. Lo ajustó con trabajo
por la larga pelambrera, y pasó los dedos por el ala con cuidado, casi con
ademanes de galán.
-
¡Gracias!- dijo con una amplia sonrisa muestra de su agradecimiento.
Aquella
prenda se convirtió en parte de su indumentaria, y pocas veces se le veía sin el.
“Caminé durante horas, curiosamente me parecía
ir siempre cuesta arriba por aquellas calles. Busqué el Ayuntamiento creyendo
que allí encontraría una oficina de turismo, pero aquí no tienen de eso. El
edificio que apenas destaca de los demás, pasaría inadvertido de no tener
colgada en su puerta varias banderas, la española, la de la comunidad y como
no, la del pueblo. Fue el propio secretario del alcalde quien me dio las señas
del lugar donde me hospedo. ¿Puedes creer que no hay hoteles, ni casa rurales
aquí? En ese sentido, y en muchos otros, es un paraíso totalmente virgen. Vivo
en casa de Juan y de María a los que llaman los Garnachos. Después supe que el
mote se debe a que cultivan uva garnacha de la que hace un excelente vino. El
secretario del alcalde es su sobrino, y gracias a él, me acogieron en su hogar
como si de un familiar se tratase. ¿No te parece increíble? Nadie en su sano
juicio tal y como están las cosas en el mundo, dejaría a un prefecto
desconocido entrar en su casa. Pero aquí todos parecen fiarse de todos y
afortunadamente, también de mí.”
El
verano avanzaba, y aunque de noche refrescaba bastante no parecía incomodarle
dormir a la intemperie. Un rincón en la plaza entre la iglesia y el
Ayuntamiento, se convirtió en su improvisado hogar. Con el paso de los días los
habitantes del pueblo se fueron acostumbrando a su presencia. Siempre sentado,
observando atentamente todo lo que pasaba a su alrededor, charlando con unos y
con otros, parándose a oler las flores y
escribiendo en aquella libreta. De vez en cuando abandonaba su sempiterno
asiento en el banco de la plaza y daba largos paseo hasta salir del pueblo.
Caminaba entre los huertos, por los campos de trigo recién segados, en busca de
soledad. No le bastaba con aquel aire ausente que parecía aislarlo de todos y
todo, y que siempre le acompañaba. Se sumergía por completo en la melancolía y
la tristeza de los que están desamparados. En lo más alto del monte al que le
llevaban sus pasos había una encina, la encina grande la llamaban, porque su
tamaño la distinguía de las demás. Sentado bajo sus centenarias ramas escribía, concentrado en aquella libreta de pastas rojas como la sangre. Arrancaba hojas
y dejaba que el aire se las llevase, miraba el papel ascender con una sonrisa, como
si el viento fuese capaz de hacerlo llegar al destino que su mente, o tal vez
su corazón, deseaban. Y como un niño lloraba decepcionado después, al verlo
descender a tan sólo unos metros de distancia.
“Y así comencé mi vida aquí, una maravillosa
rutina que me tiene totalmente atrapado. Estamos a mediados de Julio, me
levanto temprano con el canto del gallo, nunca he tenido mejor despertador, y
salgo a dar un paseo por el pueblo. Compro pan y algunos dulces para el
desayuno, curiosamente la panadera se llama Magdalena, un nombre que le viene
que ni pintado. Cuando llego a la casa María tiene el café preparado, lo hace
de pucherete, añadiéndole un puñado de cebada para que no esté tan fuerte.
Adquirió la costumbre cuando el café escaseaba y sigue midiéndolo como si fuese
oro. Al finalizar el desayuno me siento a escribir, al fin y al cabo eso me
trajo hasta aquí. Repaso las notas que he ido tomando, las charlas, los
comentarios, lo que me cuentan unos y otros, cientos de historias que intento
plasmar en el papel. Vine a buscar una inspiración perdida, una musa fugada,
y las he encontrado, podría pasarme
horas y horas sentado delante de los folios en blanco sin parar de escribir. El
día avanza y después de comer, el calor incita a la siesta. La casa es antigua
y de muros gruesos, puedo asegurarte que no es necesario el aire acondicionado
para mantenerla fresca. Al anochecer acompaño a Juan a la taberna, lugar de
encuentro y reunión de los más variopintos personajes. Mientras él juega una
partida al dominó, yo escucho lo que me quieran narrar. Cuantas veces he
sentido al oírlos la necesidad de correr a contarte alguna anécdota divertida,
o todo lo contrario, relatos que llegan al corazón y hacen que las lágrimas
afloren con facilidad a mis cansados ojos. Pienso que voy a verte al llegar a
casa, que me escucharás mientras miras por la ventana, casi distraída. Y cuando
ya crea que no me prestas atención, preguntarás algo que me hará sonreír,
porque sí que estabas atenta. Hay días que me parece verte a lo lejos, y es del
todo imposible porque no sabes a ciencia cierta donde estoy. En esas ocasiones
me pregunto si ya te he escrito, si me has contestado o desde cuando no hablo
contigo. Te echo terriblemente de menos, pero este lugar me hace perder la
noción del tiempo”
En los días más calurosos se le podía
encontrar arrellanado en el interior de la iglesia. Aunque prefería estar en
aquel banco que ya parecía de su propiedad. Los frondosos naranjos amargos y
las exóticas palmeras de la plaza le brindaban su sombra. En ocasiones solía
colocar una silla vacía frente a él, se quitaba el sombrero colocándolo con
cuidado a su lado, miraba su viejo reloj de bolsillo y esperaba. El calor de la
tarde veraniega lo adormecía, pero nadie se atrevía a quitar aquella silla vacía.
Había quien decía que hablaba con algún ser totalmente imaginario, un amigo
invisible o una amante incorpórea. Durante las noches visitaba la taberna.
Distraía a los parroquianos con largos
soliloquios sobre escritores y libros que nadie en el pueblo, salvo quizás el
maestro, había leído. Francisco, el tabernero, lo invitaba a un vaso de vino y
a unas aceitunas, que él agradecía como si del mejor manjar del mundo se
tratase. Algunos días, al vaso de vino de Francisco se unía el de alguno otro,
y animado por el alcohol hablaba de si mismo, vaciando su alma sin darse
cuenta. Contaba mil y una historias sobre mujeres hermosas que lo habían amado,
de los lujos y el sofisticado mundo que dejó atrás. Lo escuchaban con interés,
y alguno incluso se estiraba alargándole una moneda que él, disimuladamente, se
apresuraba a guardar. A nadie parecía
importarle el hecho de...
En un par de días....el final.