Bebió un sorbo de la copa
que sostenía en las manos, el cava estaba frío todavía. Dejó que le recorriese
la garganta y se llevase con él la sensación de soledad que la embargaba en ese
momento. Se tragó a la vez un par de lágrimas que llevaban rato
atenazando su garganta. Miró hacia atrás, a la fiesta. Nadie le prestaba
atención, nadie se daría cuenta, mejor así pensó. Soltó la copa en el suelo.
Desabrochó las hebillas que sujetaban las sandalias de tacón a sus tobillos y
se descalzó. La falda amplia de su vestido no le impediría alzar las piernas hasta
poder subirse a la balaustrada. La sintió fría entre las piernas antes de
girarse y quedar sentada de cara al precipicio. El viento le apartó el cabello
de la cara, tal vez para darle oportunidad de ver con claridad. Lo que iba a
hacer estaba decidido, era la única manera de no faltar a su promesa, y la
única, de hacer lo que creía justo. De todas maneras vivir resultaba
últimamente demasiado doloroso, y aquella era la forma de librarse del dolor. Repasó
mentalmente en pocos segundos todos los pormenores, había tenido cuidado con
los detalles, nada podía salir mal salvo, que le faltase el valor en el último
momento. Eso no iba a pasar. Cerró los ojos y contuvo el aliento pensando que
solo saltaba al agua. Alzó los brazos, como si fuese a echarse a volar, y se
dejó caer. No llegó a oír los gritos de quienes la llamaban a voces para que se
detuviese, porque la ensordeció el viento. Y mucho menos los de los que la
observaban desde arriba, porque se había perdido en la oscuridad de la
inconsciencia. Algunos apartaban la mirada de aquel cuerpo que la espuma,
teñida de rojo, trataba de cubrir sobre las rocas.