Mi pasado es un ave de carroña, enorme y negra que de tanto
en tanto agita sus oscuras alas, levantando polvo y cenizas. Se alimenta de un
trozo nauseabundo de mi ayer, enterrado hace mucho y vuelto a desenterrar con
sus afiladas garras. Ese aleteo inesperado hace que las cicatrices parezcan
frescas, que las heridas sangren como recién hechas. Que el dolor regrese,
sordo, frío, lacerante. Que sienta gana de gritar ¡No! ¡Otra vez no! Que intente
recordar dónde me equivoqué. Y al rememorar, le doy fuerzas a ese fantasma que
clava sus zarpas hundiéndolas sin ninguna misericordia, en mi hoy, en mi vida
de ahora que nada tiene que ver con la que fue ayer.
Cada vez que él regresaba se llevaba un trozo de mí. Cada
vez que lo hacía urdía mil y una maneras de vengarme, de devolverle el daño y
las lágrimas. En mi fuero interno deseaba verlo de rodillas, deseaba ver su
sufrimiento y alejarme de él sin miramientos. Sin volver la vista atrás, sin
que me remordiese la conciencia, sin que me pesase. Deseaba ser capaz de hacer
lo mismo, que una y otra vez, me había hecho a mí.
Lo presentía, como se presiente el peligro oculto en la
oscuridad o en la niebla. Como se teme a la amenaza conocida, aunque desconoces
cuando va a aparecer. Cada mal momento en su vida lo traía de vuelta hasta mí.
Yo era su original, así me llamaba, y no podía cambiar, esa era su seguridad.
Remendaría con mi corazón los destrozos que alguien, y esa nunca era yo,
hubiese hecho en su vida. Y cuando se sintiese fuerte, cuando hubiera
recuperado lo que nunca perdía conmigo, se marcharía, sin importarle lo que
destrozaba.
Presagiaba su retorno como las nubes negras presagian
tormenta. Sabía que no tardaría en volver, porque las alas de esa ave carroñera
habían movido el aire y con él venía su olor. El apestoso aroma de lo muerto,
ese que te hace encoger la nariz y girar el rostro con cara de asco. Pero que
sabía, que reconocía, como suyo. Tan suyo como las palabras dulces que ahora
eran agrias. Como los besos a los que ya no lograba quitar el sabor amargo. Como
las caricias que en su día fueron suaves, y ahora, arañaban mi piel. Sin embargo
¿Qué parte de mi poseía todavía? ¿Qué parte de mi maldito corazón no era aún
negro? ¿Qué parte no había roto hasta dejar inservible? Y si hay una sola
pizca en mí, si queda un pequeño rastro todavía de lo que había sido, de lo que fuimos, él, triunfará de nuevo.
Exhumará los cadáveres de nuestros recuerdos juntos, les
dará una vida perdida hace mucho. Los hará pasearse por mi memoria como despojos
andantes, que dejan a su paso jirones de si mismos, pero nunca los suficientes
como para hacerlos desaparecer. Los expondrá como si fuesen frescos, queriendo
ocultar su olor descompuesto. Mi temor es ver tan solo uno vivo, sentir tan
solo a uno de ellos. Que uno me haga recordar la primavera, el perfume que
estrenan las flores a su comienzo, el sol, los amaneceres, esos pequeños
instantes en los que logró hacer que me sintiese feliz. Y consiga que olvide
cada una de las veces que se marchó, dejando tras de sí tan solo ruinas y
desolación.
Mi temor es que de toda esa destrucción nazca de nuevo una
esperanza, que vendrá al mundo condenada sin remedio, a una terrible y agónica
muerte.