Renazco
de mis cenizas, una vez más. Renazco a la vida por una ilusión. Por la vana
esperanza que tus palabras han sembrado en mí. Por una simple sonrisa que
volvió a caldear mi sangre, y la hizo recorrer mis venas ya exangües, devolviendo los latidos a mi viejo corazón.
Había
muerto hace mucho, muerto al amor, a la vida que conlleva amar. Muerto de amor,
por amor. Dejé de creer, de sentir. Dejé que mi piel se cuartease, que se
resquebrajase, expuesta al viento frío y helado de la soledad. Que mis ojos se
deshidratasen, que se secasen, después de llorar mis últimas lágrimas. Mi voz
dejó de existir. Primero fue un ronco rugido de dolor, después tan solo un
murmullo de pena.
Hundí mis manos en la tierra, queriendo que me
cubriese. Porque cuando uno muere, merece ser enterrado, merece descansar en
paz. Merece ser ¿recordado?, olvidado. Aunque el descanso me fue en parte negado.
Porque incluso desde el encierro de mi tumba podía oír como seguían viviendo,
amando, los demás. ¿Los envidiaba? No, los compadecía, sufrirán mil muertes
como la mía, y querrán, pobres ilusos, volver a vivir. Yo estaba a salvo de ese
deseo, hasta que te conocí.
Renazco
de mis restos sepultados porque arañaste la tierra que me cubría con tu risa.
Renazco a la vida porque tus ojos llenaron de luz a los míos, que estaban
apagados. Porque mi piel yerta sintió la calidez de la tuya, y mi voz, fue
capaz de pronunciar tu nombre. Porque me hiciste creer, me mostraste una
realidad, un sentimiento. Comienzo una vida, una nueva vida al amor. Con el
futuro velado por una espesa niebla de incertidumbre, que tal vez, condene esta
nueva existencia a la muerte. Pero ahora estoy vivo, y vivo de nuevo por amor.
Tan
vivo, que me duele.