Llovía, el paraguas, aparecido no se sabía muy bien de dónde, apenas los cobijaba a los dos. Se cogió de su brazo,sin pedir permiso, mitad tímida, mitad atrevida. Sentía como el agua le iba mojando el pelo en la espalda, como le salpicaba las rodillas y le mojaba las medias. Pero no se movió, no quería separarse de su lado. Llevaba la vista fija en el suelo, mirando los zapatos de él, y los suyos. Viendo como la lluvia los empapaba mientras sorteaban los charcos, y daban de lado a los pequeños riachuelos que se formaban cerca de las aceras. Mirando como caminaban, juntos, con el mismo paso, como si lo hubiesen hecho toda la vida, e incluso en otras vidas. Como si el hecho de estar el uno junto al otro bastase para parecer solo uno, para querer ser solo uno. El portal estaba cerca, demasiado pensó, cuando se soltó de su brazo para refugiarse dentro. Él cerró el paraguas, que desapareció no se sabía muy bien dónde, y entro tras ella. Se miraron a los ojos, con las mejillas encendidas a pesar del frío, con los ojos brillantes, y los abrigos salpicados de húmedas gotas.
-Bien- dijo él- ya hemos llegado.
-Sí, gracias por acompañarme- dijo ella.
Se dieron la mano, como los amigos que eran. Se sonrieron y guardaron un minuto, o tal vez muchos más, de un silencio incomodo tratando de alargar el momento. Ninguno quería marcharse, ninguno sabía que decir para quedarse. Cuando ella se giró para subir las escaleras él encontró el valor para hablar.
-Me gusta llevarte de mi brazo- le dijo.
-Hubiera ido de tu brazo hasta el fin del mundo, aunque nos hubiera llovido todo el camino- respondió ella.