Entraste en mi
despacho y me encontraste hablando por teléfono. Te acercaste con un ramo de
margaritas en una mano y una botella de cava en la otra. Me besaste casto en la
mejilla, y yo, te hice un gesto con la mano para que te sentases a esperar.
Dejaste tus presentes sobre los papeles que tenía en mi mesa, y en lugar de
hacer lo que te había pedido, te marchaste sin decir nada. Estaba algo
enfadada, y tú, con tu actitud, me hiciste enfadar más. En cuanto acabé la
conversación salí en tu busca. No tenía intenciones de hacer reproches, sabía,
por experiencias anteriores, que no sirven de nada. Al igual que las promesas
de amor, nadie parece hacerlas con intención de cumplirlas. No las necesitaba y
no las pedía, pero empezaba a no gustarme ser como uno de tantos y tantos
libros como había en la biblioteca. Llegas, lo acaricias, lo tomas en las manos
y él te rinde su interior sin condiciones. Luego te marchas, colocándolo en su
sitio y dejando siempre algunas páginas por leer, sabiendo que estará justo ahí
cuando vuelvas. Sabiendo que se abrirá de nuevo a ti sin reticencias.