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martes, 21 de enero de 2014

EL CABALLERO. (2ªparte)

-Verás duende, desde que era niño mi destino fue ser caballero. Existe un país muy lejos de aquí, allí hay un castillo y en el nací yo. En ese lugar no todos son amigos como aquí, no reina esta paz que parece haber en tu bosque. Durante años me entrené para ser nombrado caballero. Aprendí las reglas que rigen la caballería, sobre todo la del valor. El valor no significa ser arrogante, sino tener la voluntad de hacer en todo momento lo correcto y mantener la verdad a toda costa. Dediqué mi vida a defender la verdad,  mi país, mi fe, y a mi rey, pero estoy cansado duende, muy cansado.
-¿Por qué no dejas la caballería?- preguntó el duende.
-No puedo, no sé como hacerlo. He consagrado  mi vida entera a ser lo que soy, y ahora, no sé ser otra cosa. He dejado muchas cosas de lado por complacer a mi señor. He luchado en tantas guerras que no eran mías que he olvidado que las causó. He viajado a lugares lejanos, matado dragones para salvar princesas que nunca me han amado, y me he enfrentado a hechiceros y brujas para salvaguardar el honor de otros. Siempre trato de hacer lo que se espera de mí, pero nunca hago lo que de verdad quisiera.
- ¿Y eso te pone triste? - volvió a preguntar el duende.
-Sí, no sabría como explicarte, sigo cumpliendo con mi deber, pero es sólo eso, un deber.- dijo el caballero.
-¿Y qué te haría feliz?- preguntó de nuevo el duende.
-Dímelo tú duende sabio, he venido desde tan lejos precisamente para saber eso.
Para el duende era un verdadero dilema. La felicidad podía ser tantas cosas distintas, que igualmente la hallabas en todas partes que en ninguna. ¿Qué podía hacer feliz al caballero? Desde luego ser un héroe no, ya lo era y eso no lo complacía. Quizá debía buscar la felicidad en algo más sencillo que librar batallas o matar dragones, sobre todo porque siempre hacía esas cosas para su señor y nunca para si mismo.
El duende sabía que la  respuesta a esa pregunta no podía darla él, en realidad, sólo el caballero la tenía. Se acercó y puso una de sus pequeñas manos sobre la armadura del caballero.
-Aquí está la respuesta- aseguró el duende.
-¿En mi armadura? ¿He de seguir obedeciendo y siendo un guerrero?
-No, no es en tu armadura, es justo debajo de ella, en tu pecho, en tu corazón. Debes guiarte por él, dejarte llevar por lo que sientas, por aquello que te de tranquilidad. Sólo así encontrarás tu lugar, y quizás con eso, esa ansiada felicidad.
- Pero...si regreso habré de seguir luchando, es mi obligación obedecer a mi señor- dijo entristecido el caballero.
-Quédate aquí, al menos un tiempo, disfruta de la paz del bosque.
-Así lo haré, hay algo en este lugar que no consigo explicar y..sí ¡Me quedo!- dijo entusiasmado.
El caballero se liberó del peso de su armadura y desató a su caballo, era un animal noble que volvería a su lado cuando decidiese marcharse.
Al principio, duende y caballero pasaban horas simplemente charlando. Así el primero supo de las tierras más allá de las montañas, y el segundo de los muchos seres mágicos que habitaban el bosque.
La primavera avanzaba y el caballero ayudaba en la casa todo lo que podía. Acompañaba al duende en sus visitas, incluso le echaba una mano a resolver algún problema de vez en cuando. Como cuando sacó del pozo de los deseos a dos duendecillos que jugando habían caído en él. O aquella otra en las que dos hadas discutían sobre cual de las dos era más hermosa, el caballero halló las palabras justas que conformaron a ambas.
Pasó la primavera, y también el caluroso verano.
Cuando el otoño empezaba a teñirlo todo de maravillosos colores, y las hojas de los arboles comenzaban a caer, el caballero sintió que su tristeza aumentaba. Llevaba meses allí y no encontraba la felicidad, sentía paz y sosiego pero le seguía faltando algo.
Fue por aquellos días que el duende dejó su casa para adentrase en lo más profundo del bosque, las ninfas lo necesitaban para una cuestión importante.El caballero, al quedarse solo, aún se sumió más en sus oscuros pensamientos. Salía a dar largos paseos por lugares a los que nunca se atrevió a ir sin compañía.
Una tarde, después de un día lluvioso, se alejó en demasía de la casa del duende en una de esas caminatas. La lluvia caída sobre la tierra que aún conservaba el calor del verano, dejaba un agradable olor, y en algunas partes se elevaba una ligera neblina del suelo, envolviéndolo todo en una suave bruma. Distraído como estaba con el mágico paisaje, no supo muy bien como había llegado hasta lo que le pareció un manantial. El agua caía en una preciosa cascada formando una pequeña laguna, que a pocos metros, se convertía en un caudaloso rió.
Justo a la orilla...
 

                                          Mañana o pasado...el final.